"Donde mayor daño ha causado a España el grotesco desgobierno exterior de esta desvencijada dictadura republicana ha sido en Inglaterra, país eminentemente serio y diplomático, donde la corrección individual y colectiva se eleva al rango de culto nacional.
Londres estaba acostumbrado a tratar a España a través de un gran señor, cultísimo, inteligente, de exquisito tacto , como Merry del Val, que durante tantos años convivía con la alta sociedad inglesa. porque debe recordarse a la ordinariez republicana que el prestigio de España no ha de defenderse en tascas, garitos y cafetines de los suburbios europeos, sino en los altos medios aristocráticos, productores y selectos, residencia habitual de las personas educadas y decentes.
Pero un buen día, los londinenses vieron entrar en su gran ciudad, como representante de España, a un individuo escuálido y bostezante, inquilino moroso de una buhardilla madrileña, que en las aguas turbias de la revolución analfabeta logró pescar, entre otros momios abusivos, esta embajada. era el escritorcillo famélico Ramón Pérez, novelista chirle y sin venta, que incapaz de hallar renombre cabalgando en el ingenio, lo buscó en el reclamo vulgar y mercachifle de la prensa judía. Para alcanzar los favores de la prensa asalariada, recorrió toda la escala degradante del sujeto camaleónico. Educado piadosa y gratuitamente por los jesuítas, traicionó a sus educadores haciéndose masón, laico, librepensador, jacobino, revolucionario de nómina y pescador de caña. Con esta postura obtuvo el bombo permanente con enlace automático de los diarios masónicos, tan necesitados de fabricar genios, y la manera de pescar los más pingües cargos. Porque este parásito londinense, además de embajador de la República del hambre, es director del Museo del Prado y diputado a Cortes, cobrando un total de doscientas setenta y dos mil pesetas al año. Como se ve, el hambre es para los trabajadores de la República, pero no para los que la representan.
Con el mismo afán que los paletos ponen en estrenar un traje dominguero, lo primero que hizo Pérez al llegar a Londres, fue retratarse con el traje de ceremonia y mandar su efigie a los periódicos. España entera soltó la carcajada, al ver en los papeles aquel hombre raquítico, con pantorrillas como sarmientos, que parecía un lacayo de casa arruinada.
Pero el regocijante Pérez, autor de una birria literaria contra los jesuítas, titulada A. M. D. G. , abandonó su puesto para acudir, en Madrid, a la representación de su mamotreto escenificado. El público culto y honrado pateó pateó debidamente el engendro y su autor salió huyendo para Londres, , donde los españoles de la colonia le hicieron objeto de repetidas muestras de desagrado. Y no sólo los españoles, sino los mismos ingleses se sumaron a la protesta contra el detractor aventurero de la España Católica. El "Catholic Times" calificó la obra de Pérez de "sucia y difamatoria". "The Tablet" arremetía contra el Pérez en muy duros términos destacando la inactividad republicana ante los actos de pillaje y destrucción, finalizando del siguiente modo: "¿Es este el tipo de hidalgo? Nosotros decimos que no. Y estamos indignados de que un embajador en un país cristiano esté convicto de tales incitaciones al desorden y la discordia."
Hay que rendir tributo de gratitud a la cortesía inglesa, que se conforma en rechazar en Pérez el tipo de hidalgo. No, no es hidalgo. La hidalguía española no estará nunca representada por un difamador a sueldo. Era necesario que viniera esto que llaman República, para que las más altas virtudes españolas sean negadas en Inglaterra al representante hispano.
¡Qué vergüenza!"
En fin, qué esperar de una república cuyos diplomáticos eran nombrados por un ministro, Lerroux, que llegó a reconocer ante 40.000 imbéciles en un discurso en la Plaza de Toros de Madrid que se le había adjuciado una cartera para la que no tenía preparación alguna.
No es de extrañar, pues, que en Francia nos tomasen a chirigota, después de que a su sucesor, Zulueta, se le ocurriera la peregrina idea de publicar cien mil ejemplares en francés de la Constitución votada por intelectuales de la talla de Bruno Alonso o Cordero. Eso sí, se les olvidó editar otros cien mil ejemplares de la ley de Defensa de la República, para que el mundo se diese cuenta de las grandes libertades que trajo el régimen. ¿El resultado?, cuando en una reunión de la Sociedad de Naciones , se estaba celebrando una sesión, entró Don Alejandro Lerroux al frente de la "delegación española", cuyos individuos andaban por salón como palominos desorientados, y al verles entrar el presidente del Gobierno Francés, señor Briand, exclamó dirigiéndose a la mesa en tono zumbón:
-¡Voilá les travailleurs!
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